La última noche

Y cuando él se fue y la casa se quedó en silencio, intentó llorar, pero de sus ojos no brotaban lágrimas; intentó gritar, pero su voz ya no se oía. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban trató de acercarse al espejo de dos metros que cortaba el pasillo y ya no vio su reflejo.

Se tocó el pecho y notó que su piyama a rayas estaba mojado y frío y que había rastros de esa noche a lo largo de la escalera.

Ya no pudo pedir ayuda.

Había buscado auxilio varias veces entre sus amigos, a su familia, incluso le pidió a la justicia que actuara porque ella no tenía la fuerza para salir de esa situación que la atormentaba. Nada fue suficiente y el final se volvió inevitable.

Se vio ahí: pidiendo piedad, sosteniendo la puerta de su habitación para que él no pudiera ingresar, corriendo por el pasillo para intentar escapar hacia la calle, recibiendo puñetazos en su vientre mientras su rostro se mantenía intacto para que no queden huellas de esa locura; desgarrándose de dolor, esquivando los latigazos de ese cinturón color negro que era sostenido por esos brazos fuertes que alguna vez la supieron abrazar y contener; viendo esos ojos llenos de furia y enojo que parecían disfrutar el daño que estaban produciendo.

Se vio ahí, como una espectadora más de una película de terror que parecía no llegar a su final.

Fue la última noche que intentó escapar de esos golpes que destrozaban su cuerpo frágil, la última noche que suplicó que se detuviera. Una vez más quiso huir, pero el final la envolvió entre sus brazos y le brindó la calma y la paz que había estado buscando en otros lados. Y se dejó llevar para no volver a sufrir.

Julieta Guerra

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