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La Giganta

Entró a la casa y su pisada retumbó como la de un gigante. Toda ella se volvió un pie chiquito de zapatillas rosas que al tocar el suelo destellaban luces de colores.

La otra la miró sonriendo, aterrada, extendiéndose para obligar un abrazo y dijo su primera mentira: todo va a estar bien.

Rígida, aferrada a la protección de una oruga de peluche, la giganta no correspondió al abrazo; tampoco lloró.

Estrenaban orfandad. A una le asesinaron a la madre; la otra, enterró a su hija y vio al atacante escabullirse en los huecos de la justicia.

No había tiempo para que eso importara, se aferró a la deriva del todo va a estar bien, que fue lo único que pudo decir. De su boca no salieron las sumas que terminaron en restas porque la jubilación no alcanzaría, no habló de la presión alta, desbocada, ni del dolor que le crujía en la espalda.

Terminó el abrazo, sentó a la giganta en la mesa de la cocina y preparó la cena

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